viernes, mayo 05, 2017

EL HOMBRE QUE SABÍA VOLAR


EL HOMBRE QUE SABÍA VOLAR

Una vez más, y ya he perdido la cuenta, renace otro día gozoso inundado de luz, azules, los verdes de nuestras plantas y el color de la hierba que se ha ido secando. Este último indica indica que el verano ya está a la vuelta de la esquina y nos espera con los brazos abiertos. Igual más adelante nos dará un abrazo de asfixiante de oso con una calima y una ola de calor, este año se han producido unas cuantas. Por ahora, una suave brisa acicala las melenas de las palmeras que se muestran un tanto engreídas. Quizás, también algo picaronas, para conquistar a algún otro vecino arbóreo como puede ser un pino, una araucaria… La vida en la naturaleza es algo más complicada que lo que parece, amigas y amigos.


Me encuentro un tanto pletórico y un cierto cosquilleo en el estómago me anima a realizar un vuelo un poco más largo que los anteriores. Saco mis alas plegables, las sacudo para quitarles algo de polvo o humedad que se les haya adherido y remonto al golpito el vuelo. Cojo la máxima altura y contemplo la isla, una vez más con su hermoso traje resplandeciente. Por momentos sus reflejos me obligan a cerrar los ojos, pero por décimas de segundo, luego sigo disfrutándola. Más allá, a lo lejos, el sol está asomando su cara un tanto sonriente y parece guiñar un ojo con algo de picardía. Cualquiera sabe la razón del simpático gesto. Puede incluso que sea invención mía, una especie de celaje. Mi dirijo hacia él atraído como por un imán, sí, de esos que salen de mi imaginación con algo de herrumbre y todo. Me dejo llevar por las corrientes de aire. Ahora me produce algo más de placer. Mi vuelo se hace cada vez más rápido. Ya estoy en pleno Atlántico, el océano misterioso que albergó parte de la mítica Atlántida. Unas toninas saltan bajo mi silueta, parece que intentan agredirme, pero casi estoy seguro que solamente se trata de un juego. Allá, a lo lejos, contemplo un grupo de gaviotas, armando un cierto escándalo, como ya es costumbre en ellas. Ahora veo surcar barcos de pasajeros y de carga reflejando una cierta gama de colores hacia los espejos del cielo, que no son por cierto de cristal aunque a veces nos lo parecen. Aparece una isla ante mi vista. Parece un esqueleto alargado, plano, solo con algunas montañas salpicando su cuerpo. Ah, es Fuerteventura, la mítica y primitiva Erbania. La sobrepaso rápidamente, aunque no me falten las ganas de bajarme. Paso el islote de Lobos, que no tiene lobos, puede que cuando tenga tiempo les explique tal contradicción.























Félix Martín Arencibia

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